Era un niño valiente, muy valiente, y tenía que demostrar que no tenía miedo de nada. Por eso entró en el bosque del que todos huían. Y caminó bajo los árboles de troncos oscuros y ramas quebradizas, caminó sobre las malas hierbas y el barro, apartó con sus manos las telarañas que cubrían los huecos entre las hojas marchitas. Sólo era un bosque, un bosque feo y lúgubre pero sólo un bosque. No había nada raro, no había animales, ni sonidos, ni pájaros, ni viento, ni brisa, ni nada... Sólo era un bosque feo, el niño no tenía miedo; a pesar de que no había marcado el camino de regreso, a pesar de que la noche caía sobre él sin que se diera cuenta, a pesar de que aquel silencio fuera realmente escalofriante. No tenía miedo, sólo era un bosque feo, un bosque feo, sólo un bosque feo, no tenía miedo. Pero algo dentro de él comenzaba a inquietarse, algo dentro de él quería avisarle, decirle que volviera, pero no tenía miedo, era valiente y no quería tener miedo. Así que no veía los ojos rojos que le observaban desde las ramas de árboles, no veía las sombras de otros niños valientes atrapados en el bosque, no escuchaba el chasquido de los colmillos ocultos entre la maleza.
No vio los ojos rojos en la sombra hasta que fue demasiado tarde.